jueves, 31 de mayo de 2012

Taganga y Parque Nacional Tayrona, Colombia.

El Caribe es uno de esos lugares idealizados que nos meten por los ojos las agencias de viajes y los publicistas sin escrúpulos. Sol amigo que broncea tu pálida piel en playas de ensueño, con aguas cálidas, mansas y cristalinas. Un mojito en la mano y dejar pasar el tiempo bajo los cocoteros. Lugareños amables y sin prisas que te relajan con su conversación. Lujosos resorts "all included" donde no mueves un solo músculo en dos semanas. Las vacaciones soñadas por medio mundo y parte del otro... si tienes el suficiente dinero para permitírtelo. Todo esto está muy bien, pero existe otro Caribe. El de los pueblitos de pescadores, con caminos de tierra, perros abandonados y playas descuidadas. Con sus borrachos, desubicados, prostitutas y trapicheros. Con sus hordas de jata-jatas y norteñas desnortadas. Con sus taxistas tramposos y gringos despistados. Donde la salsa y el ballenato convierten a David Guetta en un auténtico don nadie. Bienvenidos a Taganga, un paraíso falllido.
Bajo un sol abrasador que te quema los dientes cuando sonríes, sin pizca de brisa marina, aunque el mar esté tan cerca como los malditos mosquitos de tu piel, Taganga te invita a huir del Caribe según pisas sus calles. Nada mejor que hacer que tomar cervezas y esperar a que caiga la noche para acudir a alguna fiesta, donde los locales te harán sentir vergüenza de ti mismo si alguna vez pensaste que sabías bailar. Y a la vuelta, igual tienes la suerte de ser atracado por amables jovenzuelos que te invitarán, cuchillo en mano, a que les prestes algo de dinero para irse de juerga. Si no asaltan tu hostel y desvalijan a todo bicho viviente. Por suerte, estas aventuras las sufrieron otros.
Y qué demonios hago aquí? Pues resulta que en esta zona de Colombia se encuentra el Parque Nacional Tayrona y Taganga es una de las puertas de entrada. Montañas, selva, animales a patadas y playas salvajes. Tan salvajes que en la mayoría de ellas no se puede nadar.
Se accede en bote hasta la playa de San Juan o en un colectivo que te deja en la barrera de entrada. La segunda opción te permite caminar por senderos, observar la fauna, caminar por la arena, hasta llegar a la zona de alojamiento. El paisaje es hermoso, idílico. Te sientes un aventurero perdido en terrenos peligrosos, con el objetivo de llegar a la meta deseada. Una playa donde darte por fin un chapuzón y no morir en el intento.
La selva tras de ti. El mar enfurecido en frente. Los alaridos de un mono aullador en la lejanía. Pequeños zorros grisáceos que aprovechan la caída de la tarde para beber agua en el río. Tapires asustadizos que te miran con ojos de sorpresa y huyen entre los arbustos. Lagartijas de cola azul intenso. Magníficos árboles y pueblos indígenas abandonados siglos atrás. Una iguana posa con tranquilidad, disfrutando del calor que a nosotros nos mortifica. Naturaleza pura y, en muchos momentos, dura.
Tayrona engancha, asombra y seduce. Pero el calor es insoportable y los mosquitos te devoran vivo, te atraviesan la ropa. Duermes en hamacas estrechas y sudadas, con mosquiteras destrozadas. A través de la mía podría pasar un ornitorrinco detective. No hay agua potable y el único bar del recinto la vende a precio de oro. Mejor no hablar de los baños. Quién algo quiere, algo le cuesta. Y este lugar vale la pena.
Tras dos terribles noches y tres preciosos días en la bahía de San Juan, retrocedemos hasta la entrada del parque. Son varias horas de camino y todavía se puede disfrutar del paisaje, perder unos cuantos litros más de líquido corporal y comprobar como los mosquitos se ceban con tus tobillos. Por qué les gusta tanto esa zona del cuerpo? Les deseo a esos malditos bastardos que conozcan a una amiga. Les tratará como se merecen. Maravillosa.
Por cierto, quién ha perdido la cabeza y ha leído más de 50 veces mi descripción de Montañita? Acaso quiere visitar semejante lugar? Para gustos, los colores. Prefiero perderme por caminos que no sé donde pueden acabar.

1 comentario: