miércoles, 25 de abril de 2012
Parque Nacional Amboró (Bolivia)
Entre Santa Cruz y Samaipata, lejos de la cordillera andina, se encuentra Amboró.
Clima tropical, húmedo y caluroso. Una vista panorámica nos muestra cual va a ser el punto de partida. El parque es muy amplio y solo recorreremos una pequeña parte. Los cerros, amontonados, indican la entrada a un paraíso de calma relativa, de silencio irreal. De colores.
En el centro de la postal se haya el alojamiento, ubicado de forma privilegiada a orillas de la quebrada Elvira. Sus frías aguas, saltos y pozas arenosas, incitan a refrescarse e incluso bucear. Decenas de mariposas revolotean a mi lado. El canto de los pájaros despierta los sentidos.
A través de los cerros se abren caminos selváticos, rutas frondosas y sombrías, ya que el sol a duras penas penetra entre los árboles.
Telas de araña, hongos de todas clases y cientos de mosquitos te avisan de que la travesía no será un paseo por el parque de tu barrio.
Llamativas plantas y monos curiosos que saltan sobre tu cabeza, entre las ramas más altas. Te observan, al igual que tú a ellos, y escapan escondiéndose tras las hojas. Una mamá lleva en su espalda a su bebé, lo cual no le impide dar unos saltos tremendos.
Grupos de loritas gritan alteradas y parten hacia el cielo. Las mariposas, conscientes de su efímera belleza y del poco tiempo que tienen para mostrarla, se exhiben orgullosas. Una mantis surge de un tronco. La miro, nos mira.
Avanzamos hacia las montañas, hasta las mismas paredes rojizas y arcillosas que la componen. Las plantas trepan hacia la cima y el agua se desliza con suavidad desde lo más alto. Vida en vertical. Arriba, en los miradores, se escuchan los ruidos de la selva. Piensas en la cantidad de seres que te rodean, que viven en total libertad.
Una víbora se cruza en el camino. Estaba dormida y la hemos sacado de su letargo. Tiene un cascabel en la parte trasera y la guía comenta que es venenosa y mortal si no llegas a tiempo a un hospital. Dejamos que siga su camino. Bien lejitos pues. Los monos no imponen tanto.
Tras horas de marcha, un baño en la quebrada. Por la tarde rumbo al bullicio de la capital, rumbo a La Paz. Se acabó la tranquilidad. Se acabaron los sonidos del bosque. En el recuerdo el color de las plantas, el zumbido de los insectos y la paz de la selva.
Poco a poco siento que mi mente se encuentra más cómoda entre animales y plantas que entre humanos. La naturaleza te invade sin que te des cuenta. Respiras y observas, nada más te preocupa. Mejor pensar en otra cosa. Un rato en la hamaca y continúa el viaje.
viernes, 13 de abril de 2012
Sumaq Urqu (Cerro Rico), Potosí.
Oscar para los visitantes. "Cututu" dentro de la mina. Una enfermedad pulmonar le sacó del interior del Cerro Rico hace unos años. Hoy día continúa bajando a diario hasta el cuarto nivel para mostrar a los turistas como trabajan sus compañeros.
Desde 1545 hasta nuestros días. Desde la llegada de los conquistadores españoles, que exterminaron a indígenas y a esclavos africanos para sacar plata de las entrañas de la tierra, se trabaja de la misma manera. Con las manos desnudas, con la ilusión efímera de un futuro mejor.
Un pastor quechua, descansando una fría noche al pie del cerro, encendió una pequeña hoguera para calentarse. Ante sus ojos aparecieron hilillos de plata, fundidos por el calor del fuego. Unos días después el capitán español Juan de Villarroel tomó el cerro en posesión. A sus pies se fundó la ciudad de Potosí.
Por la cantidad de 100 bolivianos (10€) compras un boleto al infierno. Durante dos horas se tiene la oportunidad de viajar al pasado, de retroceder varios siglos y poder ver y recrear en tu imaginario las condiciones infrahumanas que soportaban los mineros, obligados a nacer y morir en el interior de la mina.
Hoy trabajan por voluntad propia, pero siguen siendo esclavos de países como China, Inglaterra o Japón. Su trabajo y esfuerzo sirve para hacer ricos a otros.
Un pequeño túnel se abre ante nosotros. Somos un reducido grupo de tres personas y el guía, Cututu, nos dice que es mejor. Los grupos grandes pueden perderse o abandonar con mayor facilidad.
Antes del descenso hemos realizado un ritual para estar protegidos. Un trago de alcohol puro, de 96 grados, nos abrasa la garganta pero nos da valor. Un puñado de hoja de coca, masticado y conservado en la boca, nos permitirá respirar con mayor facilidad. - Si creéis en algún dios, rezad ahora - nos indica Cututu.- En la mina ya nadie os protegerá. Allí Dios no existe - sentencia.
El casco impide que me abra la cabeza. La escasa luz de la linterna frontal no ha sido suficiente para señalar un saliente en la galería. - Caminad como monos, agachados y moviendo el cuello a un lado y al otro - nos grita el guía. Calor, humedad, falta de oxígeno. La mina está a casi 5000 metros de altura. De pronto la temperatura baja. Los pasillos se estrechan, te arrastras por el suelo, desciendes de forma vertical. Los músculos se quejan cuando encuentras un filón de plata sobre ti. Varios mineros te observan con el ceño fruncido. Estás en su terreno. Están trabajando por turnos de hasta 24 horas. Les entregas agua, coca e incluso dinamita. Su paga no les permite esos caprichos y agradecen tus ofrendas. No tomo fotos. Se merecen todo mi respeto.
Nos piden ayuda y durante unos minutos nos ponemos en su lugar. Varias paladas, empujar un vagón con carga o tapar con piedras un hueco. Sus cuerpos están al límite y nuestra insignificante ayuda supone para algunos de ellos unos minutos de paz, de vida. Estamos agotados pero continuamos. Por el camino vemos varios grupos de turistas rotos. Han decidido no continuar y esperan sentados a recobrar el aliento.
Se ha hecho tarde para llegar a la zona de detonaciones. Es el lugar más profundo de la mina y los trabajadores comienzan a salir para volver a sus casas. Algunos permanecerán toda la noche sacando más mineral.
Un grupo de chicos nos pide ayuda para mover unas maderas que obstruyen el paso. No tienen más de 18 años. Sonríen al vernos, no pierden la alegría.
Tras el esfuerzo, paramos para respirar. El calor, cercano a los 45 grados, te paraliza. - Te encuentras bien, jefe?- pregunta un muchacho. - Te has ganado su respeto - indica Cututu. Mi compañero de aventura sonríe y echa un trago de agua. Dejamos varias botellas atrás. Todavía les queda trabajo por hacer.
Comienza el ascenso. Aceleramos el paso. Baja la temperatura, el aire fluye. Cututu nos detiene ante una extraña imagen. Es "El Tío" de la mina. Es el protector de los mineros, junto con la Pachamama. Pero ella apenas tiene poder allí.
Nos cuenta que la mayoría de los visitantes conocemos más de la historia del Cerro Rico que los propios mineros que allí trabajan. Nos pide, con emoción en su rostro y la voz quebrada, que contemos a todo el mundo lo que hemos visto, lo que hemos vivido.
Avanzamos. Una tímida luz se ve a lo lejos. Nos apartamos bruscamente ante el paso de un vagón cargado de plata. Salimos. Nunca antes agradecí tanto ver el sol.
Los mineros volverán mañana, nosotros sólo en nuestros recuerdos.
Gracias Cututu por tu generosidad , por tu paciencia y tus palabras. Buena suerte, amigo. Gracias "Tío" por cuidar de nosotros. Gracias sol por dejarte ver cada mañana.
viernes, 6 de abril de 2012
Parque nacional Eduardo Avaroa (Bolivia)
En Bolivia se encuentra una de las nuevas siete maravillas del mundo, el Salar de Uyuni, un lago salado de más de 12000 metros cuadrados de distancia.
Lo excepcional de este lugar es la forma de llegar hasta él.
Desde la ciudad de Tupiza, al sur del país, se realizan excursiones de tres días que te permiten recorrer unos lugares impresionantes, hasta alcanzar el destino.
Paso obligado es el Parque Nacional Eduardo Avaroa.
A más de 4000 metros de altura, en su interior encuentras pueblos indígenas, animales salvajes, lagos de diferentes colores y nevados volcanes.
Caminos de tierra, montañas duras y agresivas, un desierto inmenso. Tras el primer agotador día de marcha, un pueblo fantasma aparece ante nuestros ojos. Demasiado frío para sus habitantes. El sol ingenuo del amanecer no era suficiente para calentar los ánimos.
Horas agotadoras de viaje, almuerzos ligeros en la parte trasera del 4x4 o encima de una roca, improvisada mesa para seis personas. Albergues sin agua caliente ni luz. Todo se olvida ante la visión abrumadora de los primeros lagos. Imposibles, entre volcanes, a una altura que te impide respirar con facilidad.
Todavía siento como se me acelera el pulso al recordar la imagen del Lago Verde. Frontera natural con Chile, dos volcanes custodian las tranquilas aguas sulfurosas de un increíble regalo de la Pachamama (madre naturaleza). Agua sin vida, color de esperanza.
Sin tiempo para recuperar el aliento, pasando por el valle de Dalí, desierto repleto de rocas surrealistas, a 5000 metros de altura se encuentra un lugar tán cálido como sobrecogedor. La tierra se abre para mostrar lo que llevan miles de años cocinando. Un
caldo poco sugerente y maloliente.
Segunda noche de descanso, por llamarlo de alguna forma. A poca distancia del albergue nos esperaba una nueva sorpresa. Miles de flamencos descansaban en las aguas de la Laguna Colorada. De nuevo un majestuoso volcán adornaba la visión del lugar.
Por fin comienza el descenso. La respiración vuelve a ser rítmica. La cabeza va librándose poco a poco de la presión de la altitud. El árbol de piedra, el valle de las rocas, cielo azul absoluto. El color del cielo boliviano es único, puro y amable.
Un nuevo lago, un nuevo color. La Laguna Negra surge entre peñascos. No hay más espacio en mi mente para tanta belleza natural.
Pasamos el pueblo de San Cristóbal y salimos del parque. La naturaleza queda atrás. Al llegar a Uyuni encontramos un cementerio atípico. Trenes de carbón abandonados nos indican que la civilización, algo obsoleta, está cerca. Por fin una ducha caliente calmará nuestros cansados y sucios cuerpos.
El salar nos recibe de esta manera. Una bello amanecer ante unos ojos todavía entrecerrados. Fuego en el cielo.
Un desierto blanco, inmenso. Las dimensiones y la perspectiva desaparecen frente a una luz tan fuerte como hipnotizante.
De Tupiza a Uyuni. Cientos de interminables y molestos kilómetros de una belleza sin igual. Lugares aún sin conquistar por las masas de turistas. Gentes amables, dispuestas a compartir charlas intensas contigo. Gentes humildes y discretas. Tan lejanas del habitante de la ciudad.
Una experiencia única. Un descanso merecido.
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